Desde niño tuve una fijación muy clara con esta ligera prenda de vestir. Nunca acepté los modelos que en herencia familiar me veían. Ni los horribles productos promocionales fruto de los trabajos mercantiles de mis padres. Diseños de neón que provocarían aún hoy el colapso epiléptico de nuestros mayores en las zonas de paseo de Benidorm. Así que, más que una opción personal, la cosa empezó como una rebeldía pre-acné.
Pasaron los granos, y la cosa no hizo más que empeorar. En las fotos de la orla siempre había una camiseta distinta entre los mares de polos y rocosos cardados. Porque, desde el inicio de mi vida estúpida, digo, adolescente, tuve claro que ese espacio me pertenecía. A mí y sólo a mí. A mis gustos musicales, que encontraban en esa tela un espacio de difusión. Y si alguien deseaba aparece entre mis antebrazos, primero debía convencerme y después, caso de ser multinacional, pagarme.