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Autor: Juan Luis Etxeberria

El Drogas: esta es una noche de rock and roll

63 años. 64 castañas a finales de agosto. Hay que frotarse los ojos, ajusta las progresivas y mirarlo una y otra vez en la Wikipedia para confirmar la edad de Enrique Villareal “El Drogas”. Vale que cada vez lleguemos mejor a esa edad de corte que nos lanza a la despreocupación laboral. Pero lo de este “chaval” de La Chantrea (Pamplona) es una cosa alucinante. Un detalle sobre su vigorosidad: el bolo duró dos horas y contuvo treinta canciones. Treinta. Sin apenas pausas, claro.

Por más que rebusco en mi bloc de notas del concierto no veo la palabra “tranquilo” por ninguna parte. El volumen, sin ir más lejos, fue digno de Spinal Tap. Más de uno y más de mil dejaron la explanada de Sagüés con el oído avisando del exceso puntual. Y qué decir de las composiciones musicales. En esa carrera eterna hacia la contundencia de la -formidable- banda que acompaña a Villareal, la categorización de tonadas tuvo su punto más bajo en el rock callejero de los años ochenta. De ahí para arriba, el cielo pedregoso.

Ay, el rock de Leño, Tarántula o Asfalto. Aquel estilo urbano que no anunciaba hamburguesas y llegaba reivindicativo (como el ‘Pétalos’ dedicado en San Sebastián a “Las 13 Rosas”). Unas creaciones que la noche del martes brotaron encrespadas. Txus Maraví, el guitarrista del combo con apariencia de curtido contable, moldeó el sonido de la formación para conseguir que esos cortes sucios sonaran mucho más impactantes apoyándose en los tonos agudos de su guitarra Flying V.

Repaso a la discografía “Barri”

Del repaso a la discografía “Barri”, espina dorsal de la cita del 15 de agosto, copia de la reciente gira “Barricada 40” con la que el de Iruña ha recordado sus viejos tiempos, indicar que hubo puñetazos punk (‘Barrio conflictivo’), otros cercanos a los Rolling Stones (‘Deja que esto no acabe nunca’), minutos de aire clásico guitarrero (‘No hay tregua’, ‘La hora del Carnaval’) y alguna pieza ondulante (‘Esta noche’).

La fiesta se completó con guiños al glam (‘Cuidado con el perro’), pinceladas de blues tenso (‘Tan fácil’), adoraciones sin rubor de la apìsonadora Motorhead (‘Bahia de Pasaia’, ‘Ninguna bandera’). Con recuerdos al hard rock angelino de los años 90 (‘En la silla eléctrica’, ‘Problemas’) o firmando obras de regusto australiano (‘Ocupación’). La única versión ajena fue el ‘Cumpleaños feliz’ que el grupo y los asistentes le cantaron al técnico de sonido Iñaki Ábrego.


Todo ello iluminado por un juego de luces acelerado y una pantalla que iba mostrando lo que pasaba en el escenario a tiempo real. Sumando esto y aquello nos quedó “una noche de rock and roll”: una fiesta de hitos que explotaban en los estribillos, con gente que se apuntaba a corearlo todo para acompañar a esa voz principal – ubicable entre el trago de cazalla y la gravedad del tenor- que no mostró flojera en su particular estilo. Cuando decimos cantarlo todo es literal: hubo más de una docena de canciones en las que el micro apuntó a las cabezas de los presentes. Y allí entramos todos como el toro al trapo.

Buscando una conclusión o resumen final del sentir general basten las palabras que el propio Drogas suele decir a lo largo de sus conciertos: la gente abandonó el lugar “a gusto”, destacando en sus comentarios la energía y la buena interpretación de aquellos éxitos.

Gari, el condenado a la esperanza

Podríamos arrancar el texto por el remate, por la zona que llaman “Bis”, que fue una maravilla. O destacar el lujoso repertorio propio que tiene Iñaki Igon Garitaonaindia Murgiondo “Gari”. Sin poder olvidar que sonaron las canciones de Hertzainak, aquel mítico grupo cuya última gira de despedida no pisó la capital guipuzcoana. Podríamos empezar por cualquier parte, pero el resultado sería el mismo: 24 piezas y dos horas de concierto en los que el autor dignificó su pasado y puso en valor su momento actual.

Con los rayos cayendo sobre el mar nos recibió la explanada de Sagüés en su día grande de su semana ídem. Pocas almas en los minutos previos. Menos mal que como el sirimiri la gente fue dejándose caer y al final consiguieron llenar media plaza. Un espacio que también fusionó presente y pasado, con gente ya cercana a la jubilación y muchachos de esa parranda sin efectos secundarios persistentes.

Los interpretes fueron intercalando autorías compositivas. El lado Hertzainak se inauguró con el potente aire rockerillo inicial de ‘Amets’. ‘Rock and rolla batzokian’ quiso unir a The Housemartins y el saxofón ska. ‘Bi minutuero’ se nos mostró con una estructura pétrea. Una locomotora con un vestir que gustaría al propio Bruce Springsteen – saxo incluido- .

La conocida ‘Eh Txo’ fusionó a The Police y las guitarras a la contra. El descaro de ‘Amets Prefabrikatuak’ estuvo bien dirigido por el sinuoso bajo. ‘Si vis pacem, parabellum’ llegó opresiva y tuvo una clara inspiración ochentera que empezó jazzy y se cerró con un estribillo que firmarían Itoiz.

La zona en la que la voz de Gari se relajó y reclinó el asiento fue un pequeño lujo. Un viaje acústico realizado con la sola compañía de las cuerdas (‘Ispiluaren aurrean’, el comienzo de ‘Aitormena’) o la guitarra (muy emocionante la interpretación de ‘564’). Hubo más, algunas olvidables -‘Guantanamera’- y otras más directas -‘Zoratzen naizela’-. Se agradeció la revisita que el legazpiarra quiso dar a aquellos viejos éxitos a los que no perdió ojo pero añadió su propio rímel. Redecorando la casa sin perder la esencia.

Como decíamos, la larga lista de piezas contó con numerosas referencias a la obra reciente. Fueron melodías más interesantes que las tributarias ya que mostraron a un autor en buena forma, con inquietud, elegancia y sensibilidad. De esos 30 años de firma propia nos quedaremos con ‘Beste denbora batean’, un lujazo pop. ‘Gaur’ fue de una densidad y oscuridad de innegable atractivo, con la voz larga y el punteo Neil Young. Pero no todo fueron agobios, que al ‘Egun on Mundo’ vestido de Coldplay solo le faltó una explosión de confeti. Temas que contaron con un efectivo uso de la pantalla de fondo que combinó ilustraciones con imágenes a tiempo real.

La banda destacó en las creaciones de claro influjo norteamericano. La sección a banda completa de ‘Aitormena’, la suave ‘Amapola’, la arrebatadora ‘Esperantzara kondenatuta’, esa mezcla Triki-Wilco de ‘Zaharra zara Bilbo’. En el top colocaremos ‘Estutu nazazu’, obra bien contrastada que despertó electrónica y finalizó con esa reiteración que no quieres que acabe nunca. Sonriente, feliz, como durante toda la noche, se despidió Gari tras una actuación que echó la vista atrás pero embelleció el estado actual del guipuzcoano.

Rocío Márquez y Bronquio: una clausura perfecta

Ruido y aplauso. La petición de ‘Ruido’ por parte de los autores urbanos que ha sustituido en los conciertos juveniles a los aplausos. El aplauso flamenco, la palma a la contra. Y a la contra fueron la cantante Rocío Márquez y el artista Bronquio cuando publicaron ‘Tercer Cielo’, disco experimental que ha buscado fusionar lo folclórico y lo moderno. Un álbum que, por cierto, ganó este año el “Premio Ruido” al mejor trabajo nacional en la fiesta organizada por los Periodistas Asociados de Música.

El Jazzaldia les entregó las llaves de cierre para clausurar su programación del Auditorio Kursaal en una cita que rejuveneció la media de edad de los asistentes. Un descenso apoyado en lo arriesgado de la propuesta y en el precio más económico de toda la programación del festival (20 euros).

La onubense y el gaditano se ubican más cerca de otro dúo, María Arnal y Marcel Bagés, que de Rosalía a la hora de atacar las tradiciones. Su escenografía es sencilla y cuidada, con un triángulo -abierto por un lado, el nuestro- que ocupa buena parte del escenario. Le acompañan juegos de luces sencillos y los aparatos de Bronquio. Instrumentos sobre los que el artista brincó de manera expresiva durante toda la tarde.

Juntos consiguen una mezcla nivelada y de gran interés. Bronquio es el pulmón sonoro. Su obra digital aprovecha la crudeza del flamenco para construir el techno. Bebiendo de las fuentes antiguas, sampleando extractos o jugando con las palmas flamencas digitalizadas. Con bombos ocasionales y mucho espacio libre. Acercándose a los tonos germánicos y explotando libre en el cierre del evento.

Ella lleva la batuta dominando la escena con naturalidad. Empleando también sus músculos corporales para trasladar el mensaje. Jugando con una capa, arrastrándose, bailando o atravesando la tela vertical para darle un toque solemne a su entonar, Como si no fuera suficiente con su voz sureña, larga y alargada con los efectos. Defensora de la seguiriya, los tangos, el garrotín, los campesinos verdiales y las bulerías. Tono que defiende la libertad a capela y chilla en los segundos más impactantes.

Márquez y Bronquio elaboran un proyecto de marcado carácter teatral que honra los estilos para reinventarlos de una manera tan respetuosa y aperturista que gustará a puristas e impuros. Fueron un final perfecto para una programación variada que también tuvo nombres famosos (Norah Jones), voces arrebatadoras (Ben Harper), virtuosismos adictivos (Pat Metheny) y jugosas ententes (Kenny Barron y la EGO).

Hakuei Kim: entre la improvisación y lo contemporáneo

Se cerraba el ciclo japonés del Museo San Telmo con la actuación de Hakuei Kim. Han sido cinco fechas con cuatro intérpretes en los que el país del sol naciente ha acercado al Jazzaldia varios de sus valores más interesantes.

La cita comenzó naciente (el concierto fue a las 11 am) pero con poco sol. Un ligero sirimiri nos acogió en el Claustro cuando el pianista de Kioto presentó la velada con su bien entonado euskera escrito en un folio.

El espacio, ideal para estos recitales especiales, nos regaló paseos de gaviota y repiques de campanas. Todos sumaron en la interpretación de “Open The Green Door”, una composición que supo sostenerse sobre una nota, repetida, dilatada, para aprovechar los silencios y construir su larga y delicada elaboración.

Comenzamos a disfrutar del gusto de Kim por las largas narrativas llenas de contrastes. Con una exigencia de atención digna de un guión de Aaron Sorkin. Por más que la obra brincara y se mostrara parlanchina (‘Lake Sagami’) siempre había un hueco para defender la improvisación y las partituras más contemporáneas de la música.

‘Offer Refused’ brotó matemática y oscura, grave y veloz, destacando en el trabajo de la zona izquierda del teclado. La posterior ‘Gardens By The Bay’ mostró a un autor tocando directamente las cuerdas del piano para dibujar un ambiente romántico que se aceleró en su broche final.

‘Late Fall’ y ‘White Entree’ parecieron la pregunta y su respuesta, una doble creación de estructura circular tras cuya última pulsación, larga, se oscureció el cielo y arreció la lluvia. El bis de la famosa ‘Take Five’ fue vivaracha e ilusionante, confirmando la libertad de ataduras mostrada por el compositor japonés durante toda la mañana.

Pat Metheny: una nueva lección de virtuosismo sexy

Pat Metheny (guitarra), Chris Fishman (piano, órgano, teclados), Joe Dyson (batería). Lugar: Auditorio Kursaal (Donostia). Día: 24-07-2023. Asistencia: lleno, unas 1800 personas

Qué difícil es emplear bien el virtuosismo. Qué complicado intentar cuadrar en unos trastes tu desbordante creatividad. Y qué gozada cuando vuelves a toparte con un autor que consigue unir de manera espectacular todas esas variables y engancharte desde el primer minuto.

Ayer Pat Metheny, el hombre que maneja 400 canciones bajo su frondosa melena, ofreció un concierto sublime para gozo de la gente que llenó el Auditorio Kursaal y que respetó la doble petición, en castellano e inglés, de no sacar fotos ni vídeos. Metheny vería en la oscuridad muchos contemporáneos cuando se sentó en solitario en mitad de un escenario que dejó mucho aire en los laterales y ubicó a los intérpretes en linea, concentrados, queriendo sentirse unos a otros.

El norteamericano echó mano de la guitarra Pikasso (42 cuerdas, cuatro mástiles) para dibujar nubes celtas en ‘Make Peace’. Sus socios ayer -Chris Fishman al teclado y Joe Dyson a los tambores- entraron en ‘So May It Secretly Begin’ para disfrutar de una guitarra eléctrica acolchada y una batería que comenzó a realizar su labor de andamiaje en un minutaje sexy. ‘Bright Size Life’ fue una explosión de amor brillante, con el teclado lanzado sonidos futuristas y todos viviendo un rápido frenesí. Alegría que se contagió a la posterior ‘Better Days ahead’, un mecano embriagador de fascinantes secciones.

Llego el be-bop en ‘Timeline’ y la banda se lanzó al swing con preciosos diálogos y un poso detectivesco que impactó en su asombroso final. ‘Always and Forever’ volvió a tocar la fibra mientras el piano le posaba espaciadas notas. ‘When We Were Free’ liberó al combo en una dinámica arrebatadora y llena de compañerismo, con Metheny haciendo el bajo. La larga pieza entregó pasajes de goce embarrado, punteos sonando como trompetas y otra clausura antológica.

‘Farmers Trust’ nos mostró al Metheny enamorado de la guitarra española como creadora de belleza. ‘It Starts When We Dissapear’ presentó Orchestrion, una suerte de sampler prehistórico compuesto de un vibráfono, marimbas, luces y otros cachivaches que parecieron estar controlados por los instrumentos reales. Fue un momento experimental de diseño apocalíptico.

‘Phase Dance’ llevó el jazz a casa de la Bossa Nova en un atractivo dueto con el teclista. ‘Trigonometry’ permitió disfrutar de la sensibilidad del batería y abrazar el lado punk del compositor, la fusión del enfado rock con el alma blues perfilada por una sucia guitarra acústica. ‘Zenith Blue’ no bajó la velocidad y ‘Solo Nylon’ fusionó esplendor y optimismo en el diverso homenaje a las cuerdas de sonidos cálidos y redondos.

La insistencia del público hizo que tras la despedida el trío volviera para un veloz ‘Letter From Home’ que tuvo unas pulsaciones afiladas. Y tras dos horas y diez minutos de concierto el auditorio, sabedor que había asistido uno de esos recitales que perdurarán en su memoria, abandonó exultante el Kursaal.

Pat Metheny: una nueva lección de virtuosismo sexy

Pat Metheny (guitarra), Chris Fishman (piano, órgano, teclados), Joe Dyson (batería). Lugar: Auditorio Kursaal (Donostia). Día: 24-07-2023. Asistencia: lleno, unas 1800 personas

Qué difícil es emplear bien el virtuosismo. Qué complicado intentar cuadrar en unos trastes tu desbordante creatividad. Y qué gozada cuando vuelves a toparte con un autor que consigue unir de manera espectacular todas esas variables y engancharte desde el primer minuto.

Ayer Pat Metheny, el hombre que maneja 400 canciones bajo su frondosa melena, ofreció un concierto sublime para gozo de la gente que llenó el Auditorio Kursaal y que respetó la doble petición, en castellano e inglés, de no sacar fotos ni vídeos. Metheny vería en la oscuridad muchos contemporáneos cuando se sentó en solitario en mitad de un escenario que dejó mucho aire en los laterales y ubicó a los intérpretes en linea, concentrados, queriendo sentirse unos a otros.

El norteamericano echó mano de la guitarra Pikasso (42 cuerdas, cuatro mástiles) para dibujar nubes celtas en ‘Make Peace’. Sus socios ayer -Chris Fishman al teclado y Joe Dyson a los tambores- entraron en ‘So May It Secretly Begin’ para disfrutar de una guitarra eléctrica acolchada y una batería que comenzó a realizar su labor de andamiaje en un minutaje sexy. ‘Bright Size Life’ fue una explosión de amor brillante, con el teclado lanzado sonidos futuristas y todos viviendo un rápido frenesí. Alegría que se contagió a la posterior ‘Better Days ahead’, un mecano embriagador de fascinantes secciones.

Llego el be-bop en ‘Timeline’ y la banda se lanzó al swing con preciosos diálogos y un poso detectivesco que impactó en su asombroso final. ‘Always and Forever’ volvió a tocar la fibra mientras el piano le posaba espaciadas notas. ‘When We Were Free’ liberó al combo en una dinámica arrebatadora y llena de compañerismo, con Metheny haciendo el bajo. La larga pieza entregó pasajes de goce embarrado, punteos sonando como trompetas y otra clausura antológica.

‘Farmers Trust’ nos mostró al Metheny enamorado de la guitarra española como creadora de belleza. ‘It Starts When We Dissapear’ presentó Orchestrion, una suerte de sampler prehistórico compuesto de un vibráfono, marimbas, luces y otros cachivaches que parecieron estar controlados por los instrumentos reales. Fue un momento experimental de diseño apocalíptico.

‘Phase Dance’ llevó el jazz a casa de la Bossa Nova en un atractivo dueto con el teclista. ‘Trigonometry’ permitió disfrutar de la sensibilidad del batería y abrazar el lado punk del compositor, la fusión del enfado rock con el alma blues perfilada por una sucia guitarra acústica. ‘Zenith Blue’ no bajó la velocidad y ‘Solo Nylon’ fusionó esplendor y optimismo en el diverso homenaje a las cuerdas de sonidos cálidos y redondos.

La insistencia del público hizo que tras la despedida el trío volviera para un veloz ‘Letter From Home’ que tuvo unas pulsaciones afiladas. Y tras dos horas y diez minutos de concierto el auditorio, sabedor que había asistido uno de esos recitales que perdurarán en su memoria, abandonó exultante el Kursaal.

Ben Harper: una voz prodigiosa que enamoró a todo un auditorio

El cantante californiano brilló en Donostia con un concierto en el que destacaron sus piezas acústicas

“¡No se puede ir!¡No se puede ir ahora!”. La chica sentada detrás de mi asiento gritaba apasionada cuando Ben Harper y su banda se despedían encantados del público donostiarra que abarrotó el Auditorio Kursaal. El grupo le hizo caso. A ella y los centenares de asistentes que le chillaban “beste bat” (¿Qué entenderán los angloparlantes cuando escuchan a 1800 personas chillar eso tan parecido a “Esteban”?).

Volvieron para un regalo final en el que desmelenaron su rabia guitarrera con un “Amen / Omen” que incluyó partes del famoso “Knockin’ on Heaven’s Door”. Al cierre todos y todas les ofrecieron tres minutos largos de aplausos, agradeciendo un concierto con el que conectaron desde el principio.

El arranque fue un lujo al alcance de muy pocos. El quinteto de ejecutantes, repartidos en tres micrófonos, atacó una embriagadora ‘Below Sea Level’. Harper empezó a demostrar poderío separándose un par de metros para entonar los agudos sin que la mezcla lo notara. Su voz es un prodigio. Cálida, poderosa y cercana. Herencia casi familiar y sanguínea de Marvin Gaye. Usando el falsete como puntual aditivo (‘Burn One Down’) y brillando hasta cegar en los momentos acústicos.

Fue sin duda uno de los hitos de la noche. El cantante sentado en la silla de madera, la guitarra sintiendo pocos pulsos. Y su tono vocal viajando y estremeciendo (‘Giving Up Your Ghost’, la nana ‘Waiting For An Angel’, la plegaria de ‘I Shall Not Walk Alone’). Nadie duda que en este formato llenaría los mismos recintos.

Mención aparte a la poderosa improvisación instrumental que abrazó el blues y el flamenco. El propio Ben explicaría después lo importante que ha sido para él esa música española y lo impactante que fue conocerla viniendo del hip-hop. La calma y la complicidad dejó segundos divertidos (cuando se echó la bronca a sí mismo por hablar todo el rato en inglés) y reivindicativos (“Trump habla inglés, no habléis un idioma que hable Trump”).

No podemos olvidar el trabajo coral de la formación. Porque Harper y los suyos no son de repetir menú. Sus gustos brotan en cualquier parte de las canciones. Hay momentos reggae más férreos (‘Two Hands’). Pero su arte, que incluye un reseñable trabajo vocal, les permite jugar con melodías heredadas del chicle de los 70 (‘Diamonds’, ‘Don´t Give Up On Me Now’), endurecerse (‘Burn to Shine’), acercarse al Caribe un rato para acabar en Nashville (‘Steal My Kisses’) o contonearse con el jazz-funk (‘Mamas Trippin’). Fue una actuación que tocó el cielo en la parte acústica y ofreció una diversa elección de sabores para acompañar esa voz heredera de los más grandes.

Eri Yamamoto: el voto ganador del Jazzaldia

La sonrisa y el buen hacer de Eri Yamamoto siempre serán bienvenidas en los conciertos más cercanos del festival

Previsiones, estimaciones, porcentajes. Alegrías y temores. Sentimientos ya caducos el lunes con los resultados en la mano. El domingo electoral fue un día de tensiones. Por eso se agradeció el concierto que el Jazzaldia montó en el Museo San Telmo, un fabuloso escenario para los pasajes más íntimos.

La protagonista fue Eri Yamamoto. La conocimos en 2019 con el coro Easo, y ya entonces nos enamoró. Su pase de ayer solo confirmó nuestras sensaciones: la cita mañanera fue un paréntesis de sonrisas y buena música.

Las presentaciones en perfecto castellano de Yamamoto (“he estado aprendiendo castellano en una web”, dijo) fueron muy risueñas. Con una autora que invitaba la concordia y al optimismo mientras dedicaba su energía creativa a los momentos más duros de la pandemia. Como cuando tocó hablar del ataque a la gente asiática en Nueva York que ella misma sufrió en sus carnes en el único tema cantado de toda la velada (‘A Woman Wit Purple wip’).

Durante buena parte de la cita contó con el apoyo del pianista Bruce Barth, viejo conocido del festival. Juntos y revueltos ofrecieron piezas que viajaron entre el jazz y el rag. Abrazando el brinco (‘You are Welcome’) y sonando tan vitaminados (‘Smile Smile, Smile’) como vitalistas (‘Life’).

Ya en solitario la autora le dedicó una bella ‘Kyoto’ a su ciudad de origen y viajo a los claroscuros apoyando su mano sobre las cuerdas del piano (‘Internal Beat’) en melodías que vocalizaban como un ser humano (‘El Sol’). La salva de aplausos final y las colas en el puesto de ventas de discos confirmaron que la visita de Eri fue un nuevo éxito.

Norah Jones: el brillo natural de las grandes estrellas

Norah Jones, uno de los platos fuertes del Jazzaldia 2023, ofreció un concierto lleno de temas emocionantes vestidos con una voz cálida y excelente

Y el Starlite donostiarra fue una maravilla. Olviden a los petimetres que definían el concierto de Norah Jones como “El más caro de la historia del Jazzaldia”. Este mundo está loco, los costes son muy elevados y eso empuja a subir el valor del boleto. En el festival marbellí mencionado, por ejemplo, ver a la autora que ayer pisó el Kursaal valdrá 30 euros más que en Guipuzcoa.

Hay que admitir que tuvo su gracia que la última de las canciones de la lista oficial de ayer – luego la banda nos regalaría un blues fuera de carta- fuera una versión de Tom Waits (‘The Long Way Home’). Autor que en su día fue “La actuación más cara de la historia en San Sebastián”. ¿Dónde queda aquel hito? ¿Tiene tinta aún aquel billete? No hace falta que se lo “Dylan”, pero en esta tierra estamos acostumbrados a romper esas marcas con pasmosa cotidianidad.

La compra de pisos, el alquiler de locales o la cesta frutera no hacen más que batir plusmarcas en lo referente al PVP en nuestra región. Así que la entrada de Norah Jones pronto será algo del pasado, un segundo puesto en el ranking, un rectángulo a reciclar. Además en mi casa siempre se ha dicho que algo es caro si no se usa (ayer el Kursaal estaba lleno) o si es malo. Y, demonios, por supuesto que la cita de Jones no lo fue.

Empezando por la música ambiental que precedió a las actuaciones. Un compendio que fue desde Curtis Mayfield a Danny Hathaway pasando por Bill Withers, Otis Redding y The Impressions. Tonos a poco volumen que acompañaron el nerviosismo y la alegría de la gente. A mi lado una pareja se sacaba selfies y se besaba tan radiante como el emocionante ‘Sunrise’ que la pianista norteamericana tocaría en la velada. Otros habían parado a curiosear en el puesto de venta de recuerdos. Una mesa con precios que no desentonaban en las tiendas especializadas (20 euros un CD, 35 por un vinilo).

A todos nos esperaba un escenario lleno de detalles. El suelo repleto de alfombras. Una banda puesta en paralelo en la que destacó el estratosférico trabajo del batería y de la que se cayó a última hora el teclista Peter Remm, muy presente en las últimas composiciones de Jones. El juego de luces rayó la perfección convirtiéndose en un estupendo compañero de la oferta musical.

Propuesta en la que hay que pararse, cuadrarse y mostrar los honores a la sección vocal. La autora neoyorquina hace natural lo complicado, transitando entre los tonos con una suavidad pasmosa. Acentos amortiguados pero muy vivos. Sin tener que chillarle al personal, algo tan mundano como habitual estos días. Y estuvo bien arropada cuando al resto del combo le tocó usar el micrófono (el »Don´t Know Why’ de Jesse Harris).

Norah Jones es una creadora que ha sabido coger lo más emocionante, impactante, triste o subyugante del blues (‘Begin again’) y el soul para ofrecer bombones de magno sabor pop. Envoltorios con sabor a clásico como lo tienen las piezas de Wilco (‘Just a Little Bit’, ‘Chasing Pirates’) o George Gershwin (‘Nearness’).

Claro que ella se siente como en el salón de casa cuando interpreta baladones (‘Can U Believe’, ‘Rosie’) o adentrarse en los mundos de alma cálida (‘Travelin on’, ‘To Live’). Risueña y simpática hasta pensar que uno de los móviles con luz presentes en la sala -queridos, que ya son años para aprender buenos modales…- era un dron, la autora supo modular la atención del personal con una colección elaborada de forma inteligente que llegó a ofrecer momentos desérticos (‘All A Dream’) y otros campestres (‘Don´t Know What It Means’) para completar una reunión de intachable calidad.