La ruleta rusa

El juego era sencillo, pero muy arriesgado. Se metía la mano en una urna llena de papeles escritos. Cada uno de ellos tenía un mensaje. El moderador elegía uno al azar y lo leía en alto. Los presentes tenían 15 segundos para pronunciarse a favor o en contra de la misma. Y al final de las rondas los jueces opinaban y eliminaban. Como una ruleta rusa, pero sin muerte.

Quedaban pocos concursantes ya. Del centenar inicial apenas una mesa y dos sillas apartadas de ella. En ese momento llegó la siguiente cuestión, «la que separará hombres de niños” según anunció la voz del micro. Los participantes se habrían echado a temblar si no lo llevaran haciendo ya desde el inicio de la prueba. Menuda papeleta, nunca mejor dicho.

El presentador abrió el papel despacio, o eso les pareció a los allí presentes. Arqueó un momento las cejas, el tema era peliagudo. Miro al frente, oteó a los concursantes, y con voz seria y profunda les dirigió la siguiente pregunta:

“¿Qué sistema de recogida de basuras prefieres para tu comunidad?”

15, 14, 13, 12….

Jaime, aferrado a su silla cual viajero del Dragon Khan, intentaba recordar. Pero no conseguía aclararse. ¿Qué decía su partido político favorito?

Y más importante aún…¿Cuál era su opinión actual sobre el tema?

11, 10, 9, 8….

Echaba la vista atrás a las portadas de su diario de cabecera, a las noticias de su canal televisivo preferido, a las conversaciones de bar, a los cafés del trabajo.

Nada de esto acababa de resolver sus dudas.

7, 6, 5….

Aquella cena con su novio, miembro del oculto lobby tuitero, había sacado el tema cerca de los postres. Pero solo recordaba el tiramisú. ¿Qué había dicho en aquella velada?¿Y su partenaire? Bueno, eso importaba menos. No hay que fiarse mucho de quien deja la tapa del baño levantada.

4, 3…

Recuerda la incineración, y la recogida selectiva, pero ambas confluían en la mente como los bizcochos y el mascarpone. ¿Cómo es posible que recordara perfectamente los bailes posteriores y no ese punto clave en la cita?

2, 1….

Toca elegir, hay que dejarse llevar por la opinión propia, personal, única. Pensando en sus hijos (adoptados y bien chinitos, pero igual de queridos), en el futuro que les espera, en la salud y en la enfermedad,…

0

Ola de calor en toda la región

Bip….bip….bip….. “¿Dónde estoy?”, pensó sin aún abrir los ojos. No pensaba hacerlo. Mejor ir aclimatándose poco a poco. Escuchaba una especie de fuelle, y ese sonido discontinuo. ¿Habría alguien en la sala jugando al ping pong en el Atari? Bip….bip….bip….. ¿Qué día será? Hace sol. Lo nota en la claridad de sus párpados aún cerrados. … Leer más

El Miedo

El miedo a la hoja en blanco. El miedo a nos saber qué poner, cómo hacerlo, qué decir. El miedo a cómo empezar y cómo acabar, a cómo cerrar con pirueta lo que se ha ido diciendo. El miedo a usar una palabra muchas muchas muchas veces. el miedo a no usar una palabra como «tiquismiquis» en su justo término. El miedo a decir mucho y poco. El miedo a dejarse algo por no haberlo apuntado. El miedo a pasarse de frenada. El miedo a que se gaste el boli. El miedo a que se acabe la batería. El miedo a que llueva y empape los papeles. El miedo a repetirse. El miedo a saber ponderar bien tono y fondo. El miedo a que te lean. El miedo a ser muy transparente. El miedo a que se deba cortar por falta de espacio. El miedo a tener que estirarse un poco. El miedo al bloqueo. El miedo al error en el envío. El miedo al repaso de última hora. El miedo a la errata que no puede solventarse por teclas amigas. El miedo a las opiniones ajenas previas.

El miedo, esa gran estupidez.

Porque el único miedo que debe dar la hoja en blanco es el de cortarse el dedo con sus afilados bordes.

Las sillas de verano

Casa al noroeste, luz celeste. No era un dicho muy popular, pero en aquel sexto piso se cumplía. Sobre todo en verano. Y de fondo siempre sonaban cosas a medio hacer, tan tranquilas y tan agradables. El vapor del café, la tostada, el disco con aquel pequeño «crac» en la mitad del tercer tema.

Ella y él tomaban acomodo, dejando en el suelo sus elementos favoritos. Tazas, libros, revistas, ceniceros. Juntos se sentaban, juntos estaban, juntos pasaban el día. Sentados en aquellas sillas bajas. Una carrera ciclista en la que el primero y segundo entran cogidos de la mano, a la vez. Sin que la foto finish pueda separarlos. Sin mucho hablar, y diciendoselo todo.

La calle comenzaba a despertar, aunque no llegaba a despegar sus ojos. No era una zona muy concurrida, por más que el barrio fuera lo que demograficamente se conoce como “una colmena”. Una furgoneta de reparto, un coche, un par de vecinos hablando en la calle sobre el calor reinante. Todo en la gran pantalla luminosa de aquellas ventanas, aquel “poltergeist” de luz y vida que solo tenía un canal de visionado.

“puede ser un haya otoñal al cambiar tan fácil de color,
como una palmera puede ser, tan alegre bajo el sol. “

Un día él faltó. Y al siguiente. Y aunque fuera lloviera ella seguía abriendo las ventanas. La música sonaba suave, como siempre. Y el vapor del café huía por el balcón, hacia donde estaba él. Sin mucho hablar, y diciendoselo todo.

El primer hotel de la gira

Su maldita cabeza se la había vuelto a jugar. Y eso que estaba apagada, o casi. Las primeras noches de hotel en las giras eran terribles. Parecían una espoleta de maldiciones oníricas. Y este sueño era tan recurrente como aterrador.

La historia iniciaba con el protagonista mirándose al espejo, poniéndose bien la fina corbata y soplando los primeros contactos con el saxofón. El camerino estaba nervioso, pero con una tensión callada, sutil y casi presente.

El resto de integrantes de la banda seguía con sus procederes habituales. El batería -portador oficial de la camiseta promocional del grupo-  golpeando con las baquetas una pequeña tabla, la cantante emitiendo gorgoritos agudos dignos de hacer varar ballenas en las playas. Y él tenso, erguido, casi balbuceando el aire dirigido a la lengueta. “Siempre hay que estar nervioso. El día que deje de estarlo dejaré de tocar”, solía decir en las entrevistas. Y una mierda. La respuesta real debería ser «El día que deje de estarlo empezaré a disfrutar de todo el proceso«.

Escuchaba su nombre por la megafonía “The Auto Tunes” y los músicos dirigían sus pasos hacia el escenario por la trasera del mismo. La gente silbaba de modo animoso, con salvas de aplausos que buscaban agasajar a los ejecutantes y ofrecerles una cómoda bienvenida

Y comenzaba el horror.

Cuatro golpes de baqueta daban inicio a la canción, que comenzaba con dos estrofas y un estribillo. Caían sudores por la frente del soplador, quien quería despertar de aquello que debía ser un mal sueño. Buscaba pellizcarse, pero le era imposible, tocando como estaba la parte del puente.

Habían comenzado la actuación con un single de su nuevo disco, canción en la que se paraban un rato para que batería y bajo calentaran el ambiente antes de volver al estribillo. “Ayuda, ayuda”, gritaba mentalmente el protagonista, queriendo avisar al cabrón del guionista para que por favor cambiara el transcurso de este pasaje de terror. Nada más lejos de la realidad.

Tras tocar un standard del pop de los ochenta el bajista animaba al público a dar palmas en mitad de una canción, para después ir presentando uno a uno a los ejecutantes – con su correspondiente mini-solo, especialmente relevante en el momento de la batería-. Recuperaron aquella versión de “Tears in heaven”, hicieron aquel cambio de tono para acabar la tonada  y se guardaron el hit para el bis, al que llegaron tras la parada habitual y la despedida que no es tal.

La gente, vital a rabiar como si solo viera un concierto al año, no aplaudía cuando le venía en gana sino que todos se unían al final de cada melodía, en un movimiento sobrecogedor cuyo recuerdo aún le provoca un malestar ingobernable.

Justo al final, cuando la vocalista daba las gracias indicando que jamás olvidarían esa fecha y esa ciudad, el soplador abría los ojos de golpe y observaba que las sábanas estaban empapadas de terror. No era para menos. Era una maldición soñar con 4x4s y estructuras cerradas. Con repetir clichés de rock. Con buscar la empantanada felicidad del pop.

Abrió la caja de CDs y se puso un disco de Miles Davis, y después uno de Tony Braxton. Buscando volver a la normalidad mientras la brisa se colaba por las cortinas de la habitación del hotel y el río reflejaba el sol aún naciente.