El Miedo

El miedo a la hoja en blanco. El miedo a nos saber qué poner, cómo hacerlo, qué decir. El miedo a cómo empezar y cómo acabar, a cómo cerrar con pirueta lo que se ha ido diciendo. El miedo a usar una palabra muchas muchas muchas veces. el miedo a no usar una palabra como «tiquismiquis» en su justo término. El miedo a decir mucho y poco. El miedo a dejarse algo por no haberlo apuntado. El miedo a pasarse de frenada. El miedo a que se gaste el boli. El miedo a que se acabe la batería. El miedo a que llueva y empape los papeles. El miedo a repetirse. El miedo a saber ponderar bien tono y fondo. El miedo a que te lean. El miedo a ser muy transparente. El miedo a que se deba cortar por falta de espacio. El miedo a tener que estirarse un poco. El miedo al bloqueo. El miedo al error en el envío. El miedo al repaso de última hora. El miedo a la errata que no puede solventarse por teclas amigas. El miedo a las opiniones ajenas previas.

El miedo, esa gran estupidez.

Porque el único miedo que debe dar la hoja en blanco es el de cortarse el dedo con sus afilados bordes.

Las sillas de verano

Casa al noroeste, luz celeste. No era un dicho muy popular, pero en aquel sexto piso se cumplía. Sobre todo en verano. Y de fondo siempre sonaban cosas a medio hacer, tan tranquilas y tan agradables. El vapor del café, la tostada, el disco con aquel pequeño «crac» en la mitad del tercer tema.

Ella y él tomaban acomodo, dejando en el suelo sus elementos favoritos. Tazas, libros, revistas, ceniceros. Juntos se sentaban, juntos estaban, juntos pasaban el día. Sentados en aquellas sillas bajas. Una carrera ciclista en la que el primero y segundo entran cogidos de la mano, a la vez. Sin que la foto finish pueda separarlos. Sin mucho hablar, y diciendoselo todo.

La calle comenzaba a despertar, aunque no llegaba a despegar sus ojos. No era una zona muy concurrida, por más que el barrio fuera lo que demograficamente se conoce como “una colmena”. Una furgoneta de reparto, un coche, un par de vecinos hablando en la calle sobre el calor reinante. Todo en la gran pantalla luminosa de aquellas ventanas, aquel “poltergeist” de luz y vida que solo tenía un canal de visionado.

“puede ser un haya otoñal al cambiar tan fácil de color,
como una palmera puede ser, tan alegre bajo el sol. “

Un día él faltó. Y al siguiente. Y aunque fuera lloviera ella seguía abriendo las ventanas. La música sonaba suave, como siempre. Y el vapor del café huía por el balcón, hacia donde estaba él. Sin mucho hablar, y diciendoselo todo.

El primer hotel de la gira

Su maldita cabeza se la había vuelto a jugar. Y eso que estaba apagada, o casi. Las primeras noches de hotel en las giras eran terribles. Parecían una espoleta de maldiciones oníricas. Y este sueño era tan recurrente como aterrador.

La historia iniciaba con el protagonista mirándose al espejo, poniéndose bien la fina corbata y soplando los primeros contactos con el saxofón. El camerino estaba nervioso, pero con una tensión callada, sutil y casi presente.

El resto de integrantes de la banda seguía con sus procederes habituales. El batería -portador oficial de la camiseta promocional del grupo-  golpeando con las baquetas una pequeña tabla, la cantante emitiendo gorgoritos agudos dignos de hacer varar ballenas en las playas. Y él tenso, erguido, casi balbuceando el aire dirigido a la lengueta. “Siempre hay que estar nervioso. El día que deje de estarlo dejaré de tocar”, solía decir en las entrevistas. Y una mierda. La respuesta real debería ser «El día que deje de estarlo empezaré a disfrutar de todo el proceso«.

Escuchaba su nombre por la megafonía “The Auto Tunes” y los músicos dirigían sus pasos hacia el escenario por la trasera del mismo. La gente silbaba de modo animoso, con salvas de aplausos que buscaban agasajar a los ejecutantes y ofrecerles una cómoda bienvenida

Y comenzaba el horror.

Cuatro golpes de baqueta daban inicio a la canción, que comenzaba con dos estrofas y un estribillo. Caían sudores por la frente del soplador, quien quería despertar de aquello que debía ser un mal sueño. Buscaba pellizcarse, pero le era imposible, tocando como estaba la parte del puente.

Habían comenzado la actuación con un single de su nuevo disco, canción en la que se paraban un rato para que batería y bajo calentaran el ambiente antes de volver al estribillo. “Ayuda, ayuda”, gritaba mentalmente el protagonista, queriendo avisar al cabrón del guionista para que por favor cambiara el transcurso de este pasaje de terror. Nada más lejos de la realidad.

Tras tocar un standard del pop de los ochenta el bajista animaba al público a dar palmas en mitad de una canción, para después ir presentando uno a uno a los ejecutantes – con su correspondiente mini-solo, especialmente relevante en el momento de la batería-. Recuperaron aquella versión de “Tears in heaven”, hicieron aquel cambio de tono para acabar la tonada  y se guardaron el hit para el bis, al que llegaron tras la parada habitual y la despedida que no es tal.

La gente, vital a rabiar como si solo viera un concierto al año, no aplaudía cuando le venía en gana sino que todos se unían al final de cada melodía, en un movimiento sobrecogedor cuyo recuerdo aún le provoca un malestar ingobernable.

Justo al final, cuando la vocalista daba las gracias indicando que jamás olvidarían esa fecha y esa ciudad, el soplador abría los ojos de golpe y observaba que las sábanas estaban empapadas de terror. No era para menos. Era una maldición soñar con 4x4s y estructuras cerradas. Con repetir clichés de rock. Con buscar la empantanada felicidad del pop.

Abrió la caja de CDs y se puso un disco de Miles Davis, y después uno de Tony Braxton. Buscando volver a la normalidad mientras la brisa se colaba por las cortinas de la habitación del hotel y el río reflejaba el sol aún naciente.

Accidente cardiovascular

Nadie repara en la creatividad de las sirenas de emergencia. Máxime cuando suenan por él.

Estoy tumbado en el suelo de un bar. Veo el techo, del que parece colgar una lámpara de lágrima compuesta de varias cabezas. Algunas conocidas. Qué maravilla. ¿Cómo habrán hecho para que en vez de una vela eléctrica haya la cabeza de un colega?

“Rápido, una vía”. Imagino un Alvia queriendo llegar a Donosti, apelotonado en una cola eterna de AVEs de rapiña. Vaya, parece que el golpe contra el suelo ha sido fuerte.

Un collarín rodea mi nuez. Y una camilla acomoda mi espalda. El viaje a la ambulancia se hace rápido, por más que sean fiestas y las calles estén a rebosar.

Llegamos a urgencias. Me han debido reconocer, paso directo a un box. Pruebas, sangre, scanner, tac, saltos a la comba, air guitar, dibujos impresionistas. Paso todas las pruebas cum laude. “En 48 horas estará usted perfecto”. Sonrío pensando que me van a estirar un poco la piel y quitarme esos kilitos de más. A ver si se han equivocado y me han acabado llevando a la Betty Ford…

Que no se me olvide preguntar por lo que me han medicado. Mola bastante.

Duermo inquieto, a ratos, con cierta ansiedad por más que la habitación esté en silencio. A la mañana llegan los desayunos, las visitas de las enfermeras y , al final, la doctora. Con gesto serio pero tranquilizador me dice el diagnóstico. “He hablado con los camilleros y testigos, y tras ver los resultados de los análisis puedo afirmar que usted ha tenido un accidente cardiovascular. No hay mucho tratamiento para ese mal, que le afectará al sueño y al habla. Quizás coma menos. Y se verá nervioso. En ocasiones sufrirá inesperadas subidas de tensión. La única solución que le puedo recetar es volver a hablar con esa chica que se lo provocó. Y quedar con ella.

Re cuerdo

Unos guardan ositos que les recuerdan a la infancia. Un gran detalle, salvo si son haribos. Y estos se solapan a un bolsillo a la hora de hacer las lavadoras. Durante 13 años.

Los hay que se hacen tatuajes. De anclas que son barcos que son nombres que son gatos que son espadas que son dragones que son mazmorras que son nombres. Lo que empieza siendo un detalle acaba siendo un mapamundi. Por fascículos.

Algunos recuerdan sus mejores momentos con las fotos. Imágenes que suben a internet y luego caen el un mar de momentos. Es casi más dificil encontrarlos en el móvil que en la cabeza. Les ponen etiquetas que luego olvidan. Les ponen filtros que pintan. Les ponen nombres que pasa el tiempo y abochornan como el sol de julio.

Otros se compran camisetas en las que no van a caber dentro de 3 modas.

Los hay que guardan recortes, no se sabe bien si para recordar o para cuando la crisis apriete crear mensajes con letras sueltas pidiendo un rescate (a un rico, o a Alemania directamente. A todo Alemania. Hacer cartas para todos los habitantes de Alemania. Ir al censo y pedir todos los nombres de los ciudadanos empadronados, y mandarles una postal de rescate. Con letras recortadas.)

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