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Kutxa Kultur Festibala: El festival global en el que manda lo local

Uno se siente un conquistador a primera hora en el Kutxa Kultur. No hablo de Lorenzo Lamas, me refiero a Sir Edmund Hillary. Mira a la derecha, mira a la izquierda, y se ve solo en estos primeros autobuses gratuitos que nos suben desde la ciudad al monte Igeldo. Hay siete personas en nuestro trayecto. Una de ellas, Ane González, tiene claras sus prioridades. “Vengo sobre todo a Berri Txarrak”. Es una alegría que los dos grupos con más tirón sean de aquí. A saber, los mencionados “Malas noticias” y, ya mañana, Belako.

Pero volvamos a lo que nos sube al lugar, un servicio lanzadera que funciona de rechupete. La frecuencia es de seis minutos a esta hora, y dos o tres al cierre del día. Recuerden que el Funicular queda para uso exclusivo del público que acude a la zona del Parque que no ocupa el festival.

La calma de esta primera hora permite observar el emplazamiento con calma. La colocación de los elementos no ha sufrido grandes cambios. La zona de gastronomía ha ampliado sus puestos. Hay cosas para veganos y para sus antagonistas: Sushi, comida vegetariana, hamburguesas, talos, empanada argentina, kebab. A su vera puestos de merchandising oficial, tiendas de ropa ecológica, y hasta un txoko de realidad virtual. También vino y un stand de aceite que vende macarrones y hamburguesas para quien quiera degustarlos.

Nos adentramos en el parque. Parece que la gratuidad de las atracciones no anima a la gente a correr como locos a los autos de choque (¿Sabían que en Latinoamérica se llaman “autos chocones”? No me digan que no es maravilloso), el laberinto, las barcas, el kosmikar y la caseta de pesca. Tan solo la mítica Montaña Suiza tuvo tirón desde primera hora.

Nos acercamos a cargar nuestra pulsera “cashless”, el nuevo pasito (eso dicen) en la sostenibilidad de estos eventos. La pulsera es el único modo de pago en el Kutxa Kultur. Los más espabilados (muchos de ellos nacidos este siglo) ya han hecho sus deberes desde casa. Nosotros probamos el sistema físico, al cual no le vemos fisuras. Se cobra rápido, y se paga más rápido aún. Solo una pega, menor, que el tiempo nos curará: Hay que llevar el dinero en el bolsillo para cargar la tarjeta que te va a permitir no usar dinero en el festival.

Al uso sostenible le intuímos otro de mejora del manejo interno del parné. Además del riesgo de no gestionar de manera adecuada nuestro saldo a última hora de la noche. Pero eso ya es cosa del usuario, no del promotor de la idea. Los que lo utilizaron en otros festivales hablan maravillas de su comodidad. Sobre los precios que divague otro sabio (cervezas 4 euros, agua 2,50).

Subimos hacia los escenarios de la zona superior. Los clientes del hotel otean los conciertos desde la piscina del hotel, elevada sobre nuestras cabezas. El antiguo escenario Red Bull ha desaparecido para felicidad de ejecutantes, espectadores y pena de fisioterapeutas que arreglaban las lesiones de cuello por tener que mirar tan alto. En su lugar han montado un tablado que acabó acogiendo los conciertos más populosos del Escenario Pato.

Con el paso de las horas la zona se fue animando, cogiendo color y usos festivaleros: saludar a conocidos, brindar con colegas, sacar fotos del maravilloso atardecer desde esta especial atalaya para luego colgarlas en las redes sociales, ver conciertos a lo Spotify (escuchar un tema dos minutos e irse a otro). Esas cosas están implícitas en todos los eventos de este tipo en la actualidad. Está asimilado, integrado, es parte del ADN. Otra parte, y eso nos distingue, es ofrecer actuaciones fuera de toda crítica. Una variable excelente en lo local (Luma, Ane Leux, Señores), lo cercano (Aries) y lo potente (Berri Txarrak).

Publicado enReportajes

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