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Jazzaldia: la gran parranda final

La Shibusa Shirazu Orchestra volvió a ofrecer un espectáculo sorprendente en el cierre de la populosa jornada inaugural

Tras la terrible explosión vitalista de Jamie Cullum, quien quiso mantener vivo su interés musical y festivo se encontró con una oferta experimental en las terrazas del Kursaal, llenas de músicas de marcado carácter juguetón. Porque el Jazzaldia no se durmió en los laureles del posible aplauso fácil, y presentó en sus tablados gente con gusto por el riesgo.

Nuestro paseo arrancó por la zona más coqueta de las terrazas, en el llamado Escenario Coca Cola Light. Aunque sus melodías vivieron libres de cualquier régimen. El Ola Kvernberg Trio, capitaneado por el autor que da nombre a la formación, mezcló detalles electrónicos con una gran e impetuosa amalgama sonora.

Batería, violín y contrabajo acercaron las músicas escandinavas más abiertas, sonando siempre interesantes y con un batería excelente al que le sobraba tiempo para toquetear sus diversos aparatos digitales mientras seguía sacando a pasear sus baquetas. El siempre sabio pueblo presente, en forma de jovenzuelo algo achispado, tuvo a bien soltar un “Ola Ke Ase” al final de una de sus composiciones. La cosa quedó en broma acertada y divertido juego de palabras, porque la ejecución se ganó con todo merecimiento los aplausos recibidos.

En el Escenario Heineken la fiesta sonora fue un paso más lejos, con la mezcla de continentes presentada por Reijseger/Fraanje/Sylla. Acertadamente definidos en su biografía oficial como “dos holandeses y un senegalés forman este trío que no tiene nada parecido en el mundo”, Ernst Reijseger ofrecía con su violoncelo pulsiones cercanas a la música clásica.

Harmen Fraanje defendía el aire más jazzero con sus teclas de piano, tomando a veces el micro para cantar algunos pasajes. Hasta aquí todo correcto, bastante normalito,¿no? Mola Sylla (voz, m’bira, xalam, kongoma) era el que aportaba el carácter marciano, perdón, africano, a la mezcla final.

El senegalés, encargado de los instrumentos de percusión en la banda, bajaba donde el público a pasear su cinturón de cascabeles, o gritaba lejos del micro cantos salidos directamente desde la madre tierra. La mezcla puede tener todas las etiquetas que gusten, pero ninguna de ellas muy manida o habitual.

En el espacio Frigo se presentó el Robert Glasper Experiment, quienes haciendo honor al apellido de la banda interpretaron distintos acercamientos a la música de raíces negras. El señor Glaser es un reputado músico norteamericano que ha colaborado con luminarias del hip hop como Jay-Z y el enorme (en ego y creatividad) Kanye West. Y su último disco, Black Radio, ha obtenido el Grammy al Mejor Álbum de R&B en la edición del 2013.

A nuestra ciudad el señor Glaser y los suyos se trajeron sus ensoñaciones más libres. Con una guitarra-teclado que comandaba visualmente la escena, amagaban pero no acababan de pegar en sus composiciones soul, funk o de blues rítmico. Quizás es que los presentes tenían ganas de jarana y no se acababan de lanzar a estas propuestas poco concretas. Hubo mucha zona instrumental, voces filtradas con efectos, algún momento que evocó los aciertos de Daft Punk o Isaac Hayes y fusiones bastante bien hilvanadas.

La gran fiesta final

Y llegó el cierre perfecto, la gran parranda final, la locura actuante más enérgica. Shibusa Shirazu Orchestra la volvió a armar en el mismo emplazamiento en el que hace dos años nos dejaron con la boca abierta.

Imposible abordar lo visto desde un punto de vista estríctamente musical, aunque sean unos músicos de tomo y lomo. Para ir a juego con el resultado final, había dos guitarristas que podían provenir de alguna banda de heavy metal, una sección de metales que se desmelenaba en las partes más ska y Kusturika de las canciones y un director de orquesta que siguió manteniendo ese aire de “yo pasaba por aquí y son gente maja”.

No se vayan todavía, que aún hay más. A la vera del presunto jefe de escena un pintor trazando en directo, una Carmen Miranda subida a una escalera tocando dos plátanos de plástico, varios bailarines tradicionales campando a sus anchas, una especie de presentador-gritador digno de “Humor Amarillo”, una dama vestida de novia y una Marilyn Monroe que más que ir sincopada provocaba el síncope de los espectadores. Las imágenes de la pantalla principal ofrecían sus viajes por Europa en el bus de gira incluyendo su entrada a nuestra Donostia, y montajes de uno de ellos corriendo por distintas partes del mundo.

El único cambio visible respecto a su anterior visita (si quieren les pongo los títulos de las canciones, pero no creo que valga de mucho en este caso) es que el dragón gigante que antes salía para sobrevolar nuestras cabezas en las preciosas canciones pausadas interpretadas fue en esta ocasión una medusa algo más coqueta y de extensiones brillantes y plateadas.

Los 8000 asistentes vibraron con la intensidad mostrada, sin apenas momento para el relajo en su primera hora. Una suerte de improvisación constante y desvergonzada. Todo tremendamente contagioso y vibrante, que se abrió y cerró con una melodía muy pegadiza que todo el mundo tarareó en su vuelta a casa.

Publicado enCríticas de conciertosReportajes

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