El mejor de los escenarios, el trabajo bien hecho

El candidato, triste y afligido, abandonó la tarima de la rueda de prensa de la noche de elecciones. Esquivó la palabra “desastre”, “cambio inesperado” y “disculpa” por otra serie de términos menos beligerantes y abiertos. Lo asistentes compartían sus lágrimas en las esquinas del enfoque de la cámara. En un segundo plano, arropando al jefe, compartiendo su dolor por una inexplicable falta de apoyo popular. Era donde le tocaba estar a él.

El, que lo había dado por el partido sin pedir nada a cambio. Él, que en realidad le había comido todo al porcentaje de poder entregado por el gobierno al partido sin dar nada a cambio a los ciudadanos. El, que había conseguido miles de presentes por su buen hacer. Él, que había conseguido miles de regalos para luego acordarse del emisor de los mismos en el reparto de contratos. Él, que había conseguido una gestión ejemplar en su departamento. Él, que había conseguido una oficina tan laxa en horarios y productividades que la rebelión era algo tan inviable como mal visto.

Sabedor de que la competencia entrante le iba a crucificar en el futuro más inmediato (gajes del oficio mediático), se iba con la conciencia tranquila. Había luchado por los intereses de sus votantes y, por extensión de toda la ciudadanía.

Ahora tocaba volver a las bases, seguir luchando por los ideales y peleando por las injusticias. Regresar a los madrugones, al camión de reparto, a la tienda de barrio. Podía dormir tranquilo, había construido el mejor de los escenarios para el votante tipo. Lastima que el único votante de ese tipo que hubiera conocido en los úlrimos 4 años fuera él. Él. Él y sus nuevas bases.

El mejor de los escenarios, el trabajo bien hecho. Pocos meses antes de las votaciones, y esperando el resultado adverso, su área había dispuesto una serie de puestos de trabajo directivos en las secciones que regentaba. Espacios laborales innecesarios a nivel productivo pero imprescindibles por si llegaba un día como el de hoy. Sería algo indigno perder esa línea ascendete, esa gestión sin tacha.

Ahora, con su cabeza rodando por el suelo en la plaza mayor, podría extender su buen hacer diario a ese espacio fuera de cámara. El lunes mismo se reuniría con su nueva sección, y comenzaría a plantear la obligación moral de tener que conocer la realidad de su nuevo ámbito en lugares tan adelantados como Londres, Japón o Nueva York, sin olvidar los habituales nexos con la ciudadanía en la Diáspora (Argentina, China).

La comparecencia tocó a su fin, y las luces se apagaron. De camino al bar del Hotel, donde habían conseguido barra libre, se le vio cabizbajo. Mantuvo la mirada hasta que salió del plano. Allí volvió a arquear la sonrisa desde los extremos, mientras la sección interna de las cejas seguía el camino inverso, en una suerte de boceto Joker. Metió la mano al bolsillo y devolvió a su asistente risueña el glaucolil, las lágrimas de mentira.

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