Ganó el lobo

Hizo falta soplar mucho. Hasta derribar la casita del cerdito pequeño. Hasta derruir la casa del cerdito mediano. Hasta tumbar la casa del cerdito mayor. Y, lo que parecía más difícil, tirar abajo la defensa numantina de Mikel Urrutikoetxea, el deportista más cercano a la diosa Durga y sus innumerables brazos. La final de ayer del campeonato manomanista fue un partido de pelota mayúsculo en juego y fuerza. Y se lo llevó el “lobo” más joven, Iker Irribarria

Si el partido de Rafael Nadal en París te pilló en la siesta es probable que al despertar viendo este pensaras que seguían jugando sobre tierra batida a nada que atendieras a los cuatro primeros tantos del partido celebrado en Bilbao. Parecía que usaban la pala corta, que eran Transformers capaces de mover una mano con sus tacos como si fuera cordadas de Dunlop. De izquierda a derecha y sobre todo atrás, muy atrás, donde la última vez que pasó un jugador fue para recoger la toalla, allá por el rebote, allá donde vivía… Los fallos del guipuzcoano (hubo más «¡hostia!» verbales que físicas en este arranque), un par de salidas de campo por el lado izquierdo, permitían a Urruti, un señor jugador, seguir con opciones.

Era imposible mantener ese ritmo, endiablado, pegador, animal pero razonado. ¿Impondría Urrutikoetxea su juego al bote, su dominio en los cuadros delanteros, sus cruzadas y voleas?¿O podría mantener Irribarría su acoso y derribo, bien acompañado de algunas jugadas, pocas, en los cuadros alegres?

Las dudas sobre el poder guipuzcoano surgieron con el cambio de pelota. La roja era más de tiki-taka, gustaba de botar adelante como se vio en esa devolución imposible de Urruti que dejó la pelota muerta, sin vida. Con esa herramienta Irribarria sufría, solo aliviado por esa catapulta de brazo izquierdo que, sin conseguir llegar al cristal del fondo, si aireaba un poco el ritmo. El marcador ofrecía una gozosa igualdad para el espectador, que disfrutaba de lo lindo con una final de altura.

Los tantos se sucedían, y al aire comenzaba a faltar ligeramente en el cerebro y los brazos. El mundo tenía sitio para ponerse del revés, con el pegador dejando al ancho y el vizcaíno pasando por arriba al contrincante. Pero logró calmarse Irribarría en los descansos propios y obligatorios, sabiendo remontar un marcador adverso mientras el de Baiko buscaba con la mirada a su utillero en la sombra. No llegaba la respuesta, frenada por una pantalla antiruido, un pelotari de azul que supo respirar hondo y, con 23 años, ganar su tercer campeonato.