La angustia recorre tu vida diaria a la velocidad de las canciones que nadie puede cantar.
Tu barrio, tu ciudad, tu país, el mundo entero se tensa a diario por cosas razonables y otras que te venden como tales.
Y, de repente, la paz (momentánea).
Una sala coqueta. El centro del escenario flanqueado por tres guitarras de afinaciones abiertas. Una silla y unos pedales que no se tocarán en toda la noche. Una luz que se dirige a ese punto. Una luz ausente en todos los demás puntos del local.
Afinando la belleza
Hayden Pedigo toma su sitio, y afina una de las 14 veces que lo hará toda la noche. Y no importará. Sabe transmitir, quizás de forma involuntaria, una calma y un amor que encanta el lugar.
Y uno se deja llevar al mundo de su música instrumental, tan alejada del onanismo virtuoso habitual. Dejando respirar los temas. Cortando sus canciones en episodios de forma natural. Completando el ambiente de una sola guitarra y sus arpegios con algunos efectos envolventes, suaves, espaciales en formato nebulosa. Todo ello junto hace fácil lo imposible: que un concierto instrumental de un solo muchacho sea algo excepcional.
Enfrente una sala llena de gente disfrutando de forma individual. Un respeto ganado, una escucha casi personal. Superando las presuntas dificultades de hacer canciones sin voz hablada con elegancia y mimo.
Creatividad infatigable
La fatiga de la larga gira mitiga las presentaciones de las canciones. Pero nos cuenta alegrías personales, amores por nuestra tierra, robos de afinaciones e inspiraciones varias. Cuando ataca las melodias se dispara al espacio, deja que las bandas sonoras se acerquen a él, nos presenta una tormenta tejana desde la lejanía hasta el foco y la despedida. Y se gusta, y nos gusta.
Esta canción, que cerró la cita antes de bis, es una preciosidad digna de muy pocas cabezas y manos.
Epílogo
Mientras la reverberación de la última nota sonaba en la sala Hayden ya estaba vendiendo discos en su mesa. Simpático, afable, maravilloso. Nosotros fuimos cuesta abajo (físicamente, la sala está en un alto) buscando que el mundo loco que volvíamos a ver, el bullicio, las calles abarrotadas y los bocinazos de coches, no fueran borrando la neblina del maravilloso mundo que habíamos habitado durante una hora.