Vacaciones: la maleta de mano

El español ni nace ni se hace. Aparece. Una combustión espontanea, supongo que espoleada por una Abejita Mantis y una señora que casi siempre zurce, ya sea mentalmente o hasta físicamente, los calcetines de su patio manzana.

Al español se le reconoce en un avión vacacional en la zona de facturación. Atento a los nuevos impuestos revolucionarios aéreos que avisan del cobro por maleta facturada, el latino decide, para indignación de las Aviancas varias, meter todo lo posible en la denominada bolsa de mano.

Una tela con asas en la que se suelen intuir, sin grandes alardes de imaginación, brocas, parrillas camperas, piscinas de cemento, cajas de AK-47s, equipos mixtos de voley playa, cuartetos de cuerda de ex jugadores de la NBA y sequoyas de gran perímetro. Las caras de las trabajadoras encargadas de la frontera guardan gran parecido con las de las espectadoras del show más sorprendente del barrio rojo de Amsterdam.

Y mientras intentamos pasar nuestra guitarra Fisher Price a nuestra vera – todo lo demás sería despedirnos de ella-, pensamos que más pronto que tarde iremos en la bodega del panzer, mientras las maletas grandes irán cada una en su asiento, con refrigerios basados en Dixan sobre su piel y ventas de bellos candados de cartier y ese extraño sadomaso consistente en plastificarse toda su extensión.

Nada que un orfidal no pueda arreglar.