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Eleftheria Arvanitaki: Una bella imagen

Ningún asiento libre en el Victoria Eugenia en el cierre del soleado Día del Trabajador, donde ejercimos de obligados esquiroles (para bien de los lectores) y nos acercamos a cubrir la segunda visita musical de la artista griega Eleftheria Arvanitaki a nuestra capital.

Con su abundante e impecable banda situada en semicircunferencia alrededor del centro del escenario que más tarde iba a ocupar la cantante, los músicos vestían de un negro tan riguroso que uno parecía estar en la Lisboa fadista.

Y sombrías y melancólicas fueron también las primeras canciones de la noche, que permitieron atisbar el estilo caleidoscópico (palabra de origen griego, por cierto, nacida de la suma de palabras ‘bella’ e ‘imagen’) de las composiciones que Eleftheria nos entregó ayer.

La dama, que tiene un chorro de voz más recio que frágil y destaca sobre todo cuando la compañía musical es mínima, es toda una celebridad en su país por unir lo moderno y lo clásico, la música de sus mares con la que viene de sus transistores. Y antes de que los profanos se echen las manos a la cabeza, diremos que el pop heleno de éxito es mucho más sabio que el patrio.

La prueba quedó demostrada en la versión del «Universo sobre mí» de Amaral titulada ‘Kryvomai sto Adio’. Sin los berreos (ni la frescura original, vale) de la cantante maña, la adaptación tuvo mucho de Peloponeso meets pop-folk USA y detalles acústicos que no la hacían desentonar del resto de tonadas que escuchamos anoche.

Y esa es la mayor virtud, bellezas físicas aparte, de Arvanitaki. Jugar con los elementos mediterráneos, esos sones que los vientos llevan a Grecia desde Túnez, Arabía, Italia, Cuba o Brasil, y hacerlos propios. Introducirlos en la característica música griega y evolucionar con ellos. Si, claro que hubo aires de sirtaki, pero fueron mínimos, sutiles y preciosamente gozosos.

Lejos de la locura que suele ser ver uno de sus conciertos en Madrid, donde la colonia griega suele reducir a la mínima expresión los silencios entre canciones, los donostiarras fueron animándose al son de los tiempos que escuchaban. Y cuando toco hacer coros se demostró que la existencia del orfeón Donostiarra no es casualidad.

A medio camino entre la timidez y el deseo de quedarse en el fondo, un afinado y suave rumor sonoro salió de las sillas cuando Arvanitaki pidió la colaboración del respetable. Un público que agradeció los esfuerzos que hizo la señora por expresarse en euskera.

Abandonada ya la etiqueta de World Music que los vagos inventaron para agrupar estas músicas de raíces, tan sólo nos quedan los artistas.Y Eleftheria Arvanitaki demostró anoche que su propuesta sigue teniendo mucho interés.

Publicado enCríticas de conciertos

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