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Parker

Cada vez que abría la doble puerta de cristal del Parker Lewis Bar comenzaba un nuevo juego. La cafetería de aires añejos, con las camareras sacadas de American Graffiti, solía ser uno de mis puntos de llegada aquellos años. Años en los que aún mantenía mi especial obsesión por fotografiar lugares sin cámara.

Ya fuera sólo o acompañado, sentado o apoyado en la barra, gustaba de retratar a los presentes de manera mental: la pareja de recién enamorados que reían hasta los nombres de los platos del menú, las reuniones heterogéneas de amigos en las que trajes y corbatas se acercaban a buzos y chandals, las reuniones de chicas en la que compañeros míos de cromosomas salían escaldados.

Así, entre trago y trago, sin perder el hilo de la conversación que mantenía con mis acompañantes, elaboraba un cuasiperfecto retrato de la taberna, jugando a imaginar las situaciones que se estaban sucediendo en ese momento.

Mis preferidos eran los hombres solos. Los había de paso, que no levantaban la cabeza del plato especial del día. Los había de paso y con tiempo, que sumaban al enunciado anterior un periódico que hojear entre patatas y cervezas.

No podemos olvidar a los “stand-by”, esperando a su pareja X o Y, mientras el aburrimiento le llevaba a jugar al mismo juego que yo sin ningún interés real. Alguno que otro veía el bar como lugar de lectura. Un café acompañaba el paso de las hojas del best seller de turno (no es la cafetería lugar de Iliadas y Odiseas).

Mis preferidos, por decirlo de alguna manera, eran aquellos cuya soledad superaba la estancia en el bar. Chicos u hombres que ya no buscaban mozas bellas en el lugar para soñar con paseos por el parque y raciones de sábanas sudadas. Su mirada ya no era ávida, sino quieta, como el Mediterráneo.

Sus ojos ya no eran un fuego de inquietud, sino pequeñas chispas que iban tomando un aspecto cansino y monótono. Les gustaba sentarse en las mesas con ventana, para mirar sin ver a través de ella, y no les hacía falta lectura alguna para ensimismarse en la agitación de la única neurona que parecía moverse en su cabeza.

Yo jugaba a ponerles historias, a veces truculentas, a veces castigadas de cotidianeidad. La mayoría eran caracterizados en mi guión como “separados sin hijos”, con profesiones liberales como repartidores de gaseosa o apretadores de manetas de bicicleta. Siempre sonreían cuando la camarera se les acercaba a tomar nota, pero era un gesto automático, sin pasión alguna.

Ya decía al comienzo del texto que eso era antes, cuando yo aún no pintaba calvicies. Ahora, sentado en esta mesa con ventana, mirando los coches pasar por la carretera, no tengo ganas de imaginar. Pero preparo mi mejor perfil para el chico que toma un refresco mientras, de manera disimulada, comienza a poner profesiones y tristezas sobre mis hombros en el retrato mental de este Parker Lewis Bar.

Publicado enNarrativa

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