En lo alto de la escalera. En lo más alto.

Lunes a la tarde. Cargo la guitarra y la mochila para que vuelvan a casa. Cargar, el verbo. Ojalá fuera Transporter, habría tiros y saltos y coches caros destrozados. Pero yo, no soy un sherpa que va a ir ladeándose con la edad hacia el lado que aguantaba la guitarra.

Llego al túnel de Egia. Camino hacia la vertiente del río. Voy cruzando el río (no me hagan seguir el estribillo, por favor) a nivel subterráneo. Ciclistas que vuelven a casa se cruzan en mi camino. Señores mayores a los que todo les vuelve a llamar la atención, pero esta vez por falta de estímulos más relevantes, se quedan mirando mi pesado caminar. Hoy no está el flautista punk. Le tocaría ducha.

Llego a las escaleras solo. Nadie de frente, nadie a mi lado. Levanto la cabeza y veo una pareja adolescente sentada casi al nivel de la calle. Muy felices. Se distancian unos pocos centímetros. Son jóvenes, es la medida. Si estuvieran cada uno en una acera deberían escribirse cartas o telegramas.

Sigo mi caminar. Y sonrío. Siempre lo hago, me sale de dentro, sin filtro. Es un sentimiento puro. Porque son dos chicas, en sus tiernos 20, o menos, quienes se están queriendo. Con una felicidad máxima, y el pelo cortado de manera la mar de normal. Es su mayor logro. Que todo sea normal. Y por eso sonrío…