Drive: A veces callar duele más que hablar

Desconozco dónde esta el héroe que todos ven en el protagonista de Drive. Quizás en ellas pueda entenderlo, esa mezcla de pocas palabras, dureza y belleza o -relativo- atractivo físico. Porque de este último “tienes-que-verla-es-la-hostia” uno sale desasosegado. Lo cual no es una mala respuesta al planteamiento de una película. Pero de ahí a ser obra maestra hay un cacho. O es que el resto son una mierda de vulgaridad demostrable, que también podría ser.

Drive es una suerte de Lost In Traslation versión EEUU. Dura por los abundantes silencios (ausencia de palabras), con la gran urbe que nos hace pequeñitos, una banda sonora preciosa para seguir avanzando en la caída, que ahonda con el añadido de la versión norteamericana (violencia, gansterismo, carcel, la dependencia del coche en Los Angeles) en esa sensación de soledad frente a la multitud. De individualidad asumida sí o sí.

Es una película cuyo argumento narrado de viva voz no constituye ningún atractivo. Pero a la hora de verlo filmado la cosa se eleva por los elementos ya comentados. El paseo de planos abate y entristece, dibuja un destino que arranca canalla y acaba de manera triste. Porque es una peli triste, más allá de coches a toda velocidad – pocos-, y ataques violentos. Porque lo violento, en esta peli, es lo que no se habla. Todo ese espacio corporal y gestual, toda esa tensión, ese tranquilo discurrir lejos de los veloces diálogos cruzados habituales.

Y a la salida, en un centro comercial de las afueras de una gran ciudad, esa crudeza parecía tomar un poco de sentido. Tomar el coche y rodar. Sin rumbo fijo ni aparente. Huyendo sin llegar a ninguna parte. Dueño de un destino que tampoco hemos soñado, y que cae sobre la capota de nuestro vehículo.