Folletíntontín de verano: Caida y auge. Parte 1

Perdonen que no les haga mucho caso en estos momentos. Tengo el ordenador ocupado echando humo mientras mantengo conversaciones con gentes de medio mundo sobre la situación de sus lanzamientos y repaso de reojo las pruebas de varios productos cuya aparición en el mercado es inminente.

A modo de presentación, le contaré que hice carrera en varios sitios: Periodismo en la universidad, nocturnidad en la calle. En ambos espacios curtí la creatividad hacia los mundos escritores. Noches en vela mientras la vela se consumía. Tardes escribiendo sobre el arte de escribir. Pasos que, quién me lo iba a decir, iba a abrirme los campos de este extraño y atractivo mundo al que me dedico ahora: la publicidad.

Mi primer contrato con la multinacional fue tal y como esperaba, empezando de abajo. Muy abajo. Era el encargado adjunto de la entrada principal de la sede central. Supe enseguida de las envidias de mis compañeros, que hablaban de enchufismo por haberme saltado el organigrama empresarial. Los responsables de las entradas laterales llevaban años escuchando sirenas de mejoras laborales. Y eso que la mía, la grande, era una puerta giratoria.

Mi labia -recuerden el Master en Nocturnidad- pronto me abrió las puertas del mundo creativo. Conseguí plaza rotatoria (las mesas de las plantas nobles giraban como los platos de un restaurante oriental, gracias a los consejos de los productivistas) en la sección de breves. La vacante de la sección de “champús” fue la entrada a este mundo que hoy tanto me gusta.

No les negaré que escribir las partes traseras de los botes de los geles de baño era un empleo sin futuro en aquellos días de publicidad visual casi epiléptica. Mis comienzos habían sido planos, escribiendo el listado de ingredientes de acondicionador de las marcas blancas. Edulcorante e-232, Raiz de jengibre caramelizado (3%).

Pero siempre había un hueco para la creatividad. Alcancé cierta notoriedad en el mundillo por mi arte para elaborar divertidos acrósticos, lo cual me había deparado un par de entrevistas para el periódico local y alguna que otra charla en las Convenciones de Star Trek.

Los cambios acaecidos en la economía mundial, unido a la infinidad de estudios sobre el target que habían convertido al ser humano en un -nunca mejor dicho- hombre objeto, habían potenciado nuestra sección hasta convertirla en uno de los pilares básicos de la multinacional.

Los estudiosos habían determinado que los botes grandes habían desplazado a los folletines y prensa rosa como primera lectura de WC, y que el regreso de las vacaciones de verano habían añadido a las ya clásicas tiranteces entre parejas un mayor tiempo de asiento en el depositario.

La creatividad posterior se había erigido en otro campo de venta, con referencias a su niñez y baños de nostalgia. “Si al cliente le gusta el culo nos recordará siempre” era la máxima de aquella nueva ola publicista que parecía sacada del catálogo de Hugh Hefner.

Durante los siguientes años mi vida fue un devenir de aviones y hoteles, reuniones en mesas inmensas con vistas a la zona empresarial y cenas con contratos cerrados en salas de neón rojo. Navegando en noches de blanco satén aspirado y rasurado. Convocatorias con los antropólogos de cada país para estudiar los usos y manías regionales para que la etiqueta fuera lo más certera posible. Autotransfusiones de sangre que buscaban pasar los controles internos. Asistiendo a muestras de traducción escrita como Kubrick en la Naranja Mecánica, buscando la mejor “voz” para ese nuevo lienzo de arte costumbrista y casi apagado. Trabajando con los diseñadores sobre la mejor fuente, el dibujo más atractivo, el interlineado adecuado para Taiwan y el mínimo para Japón y sus ojos rasgados.