Imaginen una sala judicial llena de morosos. De ladrones de bancos. De divorciados indignados por el reparto de visitas. De lo que quieran. Se han reunido no ya en los asientos del público. Ellos son el juez, el abogado, el fiscal y el jurado. Se han juntado para llamar al orden a uno de los suyos.
Ya prejuzgado por la rauda opinión pública, que ha dicho que lo suyo es innoble hasta las partes bajas, el encausado ha dicho que no sólo la abuela fumaba, sino que también lo hacía su tía lesbiana reina de la Hermandad católica y su tío el de las fustas y las geishas de pago. Que sí, que todo cierto, que él pasaba por ahí y que se le olvidó firmar aquel papelito del montón de papelitos.
Imagínense que son uno de ellos. Que están sentados a la derecha del padre, al lado del señor de barbas en la segunda fila del jurado popular. Que son el señor elegante del martillo. Que ocupan el rol del defensor. ¿Qué condena le impondrían a ese compadre, a ese hermano de oficio, al cabronazo de farras, a ese distinguido colega?