La Semana Grande de … Oria

Aburrido de mezclarme con el pueblo llano preso de las herraduras del programa oficial, decidí este año celebrar la Semana Grande de Donostia en…Lasarte-Oria. Uno tiene que mantener alto siempre el techo de la creatividad y el ingenio, amigos.

Los primeros días apenas noté diferencia. A la noche salía a la terraza de casa y escuchaba los fuegos a un volumen vecinalmente perfecto. Se nota que los donostiarras respetan el silencio y la salud de su barrio incinerador. ¡Y sin moverse de casa! ¡Qué gustazo!

Cerraba los ojos, y el ruido de sirenas de la N-1 me transportaba a la idílica explanada de Sagués o el paseo de la Zurriola tras cerrar el ZM. Y las calles levantadas de la Geltoki Kalea, un clon de la capitalina rue du San Martín en hora punta con sus bocinazos y colas. Aparcar en el centro también venía a costar algo mas de 20 minutos.

Ir en el bus de línea que conecta la capital guipuzcoana con Lasarte era como ver los etxeferos en la calle Urbieta mientras se pide un helado: Apretones, malas caras, gritos, gente colándose, señoras que no se mueven, señores que sacan los codos, calor, tensión. Las colas para los servicios nocturnos de transporte eran tan similares (niñas metidas en un traje de barbie cedido, tios borrachos que más que ligar echan alientos noqueadores, graffitis alimentarios bajo algunos asientos) que a veces miraba por la ventana y me parecía ver la calle Virgen del Carmen, El Palacio de Franco o un edificio histórico de Larratxo…

Pasearse por cualquiera de los establecimientos hosteleros de mi localidad era atravesar las carpas interculturales de las terrazas del Kursaal. Sobre todo por sus precios populares. Aquí un kebab, allá un chino, allá una rica furgoneta hamburguesera… Además, era salir a la calle y tener la sensación de que el concierto de Bebe había finalizado hace unos minutos. Si se planteara grabar un kalimotxoville, este sería sin duda el mejor decorado.

Amstel estaba bien representada en mi barrio: En vez de furgonetas musicales que pasean por Donostia, teníamos coches tuneados de los que emanaban para nuestro placer algunas de las más modernas recreaciones (de los tambores de las galeras), parando en el semáforo de casa. Bueno, no siempre, claro. A veces el rojo era simplemente orientativo.

Las Fiestas de la Isla se celebraban día sí y día también en mi salón. Birras gratis, comida gratis. Ambas sacadas de mi frigorífico. Al principio era difícil hacerse cargo del tema, pero luego, a partir de las 11 de la noche, cuando la mitad de la gente se piraba de la party en el bote, la cosa quedaba bastante pareja.

A los sones de una lista de Spotify recuperada de los confines de internet ponía un gran espejo de cristal en la sala, y representaba el sainete «Pida un cubata al camarero de la Isla«. Los 7,5 euros del precio daban pie a un un monólogo con un hilo central bien definido y espacios para la improvisación, aunando la fiesta isleña y El Teatro De Calle para alborozo de mi can.

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